Emprender un estudio sobre los alimentos americanos que migraron a Europa es una tarea arriesgada, a la luz de la multitud de trabajos dedicados a ese campo de investigación. Se trata de un asunto sobre el que existe un vasto repertorio bibliográfico, de reportajes amenos del National Geographic Magazine a eruditas compilaciones resultado de encuentros académicos. En ese contexto, la investigación de Vanessa Quintanar Cabello, Cibus Indicus. Alimentos americanos en las artes y ciencias de la Edad Moderna europea (2023), se destaca en la medida que aborda el tema haciendo de las representaciones artísticas de esos productos su principal material en la pesquisa histórica.
Con un instrumental metodológico específico de la historia cultural del arte, la autora se propone explorar los documentos iconográficos en su especificidad, para que muestren «ciertos aspectos del pasado a los que otros tipos de fuente no llegan». Si bien ciertamente ese procedimiento metodológico no es inédito, sí aparece como una innovación en este ámbito del quehacer histórico. Interpretadas las imágenes en diálogo con documentos del campo de la literatura, de las ciencias y de manifestaciones de la vida cotidiana en la forma de recetarios de cocina, el lector es conducido por un intrincado camino de identificaciones e interpretaciones, tratando a la pintura como vestigio para la construcción de la historia.
Para cada uno los ocho productos alimenticios americanos que aborda el libro —el pavo y, del mundo vegetal, la batata, el cacao, las cucurbitáceas americanas como la calabaza, el maíz, el pimiento, el tomate y la patata—, la autora construye una idea bastante clara y sensible de los avances, retrocesos y modulaciones ocurridos en el curso de su incorporación en la culinaria europea, pero sobre todo explora el lugar que pasaron a ocupar en el imaginario de los pueblos del continente europeo, de la península ibérica y la cuenca del Mediterráneo hasta Flandes y los Países Bajos. El cibus indicus —el alimento introducido desde las Indias Occidentales en Europa— es examinado tanto en la difusión y aceptación que este tuvo en la cocina de los diversos estratos sociales europeos, como también por su transformación, en la medida que incorpora y se hace portador o incluso emblema de valores éticos o sociales.
Tomar una taza de chocolate es signo de bienestar, porque se trata de un producto caro y escaso y porque su ajuar refleja riqueza. Por más de un siglo representó un deleite de muy pocos, en primer lugar, para las cortes; con el tiempo se multiplicó su presencia, hasta llegar a ser consumido de forma masiva, aunque, claro, no todos los brebajes tenían la misma composición. En otro extremo del espectro social, el pimiento junto al fogón de la Vieja friendo huevos (1618), de Diego Velázquez, es un atributo más para componer un ambiente de sencillez y humildad.
El lenguaje visual unas veces es leído, con cautela, como juego de composición geométrica y de colores, pero otras, es interpretado por el contenido discursivo de su presencia, o de su exclusión, como figuración de una idea, de un valor o de un concepto. Una pareja de pavos americanos en escenas del Arca de Noé o en visiones del Paraíso documentan la universalidad de las escenas. Y la exclusión de un plato de batatas caramelizadas en el bodegón Limones, naranjas y una rosa (1633), de Francisco de Zurbarán —según muestra el examen de la tela en estudios recientes—, parece sugerir que sería indecoroso exponer batatas —un tubérculo que los prejuicios llevaron a asociar con la lascivia— en una composición destinada probablemente a homenajear a la virgen.
El análisis de los productos alimenticios de ultramar que ofrece Vanessa Quintanar se desarrolla en esa perspectiva, poniendo en práctica la constatación de que las imágenes de plantas y del volátil americanos ganaron la capacidad para representar o visualizar conceptos o valores, sea en la figura del pavo o el chocolate, de la patata o el maíz.
La edición de esta obra llevada a cabo por Theatrum Naturae / Ediciones Doce Calles hace plena justicia a la propuesta del libro con sus 499 reproducciones de buena calidad, publicando una parte importante de la multitud de documentos visuales abordada y facilitando así acompañar paso a paso el proceso de análisis de los alimentos escogidos para el examen. En esa verificación, el lector versado en la flora brasileña constatará que Albert Eckhout no pintó pimientos en el Bodegón de frutas tropicales (v. la fig. 362 del libro), sino el pedúnculo y el fruto de una especie nativa de la América lusitana: el cajú (anacardium occidentale).
El proceso de adopción de cada uno de los ítems es observado a la luz de los recetarios y tratados culinarios, cotejado con la literatura —con especial atención al Siglo de Oro español—, confrontado con escritos e ilustraciones científicas, para por fin recurrir a la pintura artística desde el siglo XVI al XVIII en el ámbito de los dominios europeos de la corona española.
La definición del marco temporal es inequívoca en cuanto a su inicio: los viajes de Colón a América; el ciclo se cierra con la adopción irrestricta de los alimentos, cuando estos dejan de ser percibidos como algo exótico, y eso ocurre hacia finales del siglo XVIII. Los territorios europeos del imperio español son el ámbito preferencial de procedencia de los documentos visuales y literarios; en ese espacio se concentró la investigación.
La selección de los ocho productos escogidos para el análisis fue hecha —según la autora— con la intención de mostrar alimentos que circularon entre la clase alta y los que se incorporaron a la dieta popular, y en parte contribuyeron a paliar las hambrunas de la época en Europa. El estudio podría ampliarse a otras especies del reino vegetal. El Cibus Indicus no trata de algunos alimentos tan famosos como los frijoles, que en combinación con el maíz componían una dupla complementaria del repertorio culinario prehispánico; o la orquídea perfumada de la vainilla o el aguacate o los cacahuetes, la chirimoya y la piña, entre otros. Es posible que para ellos no exista una producción artística tan profusa y contundente y, por su escasez, no se presten para un estudio tan consistente como permite la iconografía del pimiento o la del maíz.
El abordaje que Vanessa Quintanar hace de su objeto con base en fuentes iconográficas encuentra equivalencias para el mismo campo de las importaciones alimenticias americanas en los estudios lingüísticos. De hecho, ese es un territorio de las ciencias en el cual la autora también incursiona ocasionalmente. Particular erudición despliega sobre esa materia la compilación de artículos De América a Europa. Denominaciones de alimentos americanos en lenguas europeas (2017); las lenguas son tratadas ahí como transmisores culturales en la historia del contacto entre naciones. Las formas y el grado, así como las rutas de la apropiación de los productos dejan rastros en las designaciones que estos reciben. Unas veces conservan la voz autóctona de origen del objeto, como por ejemplo en el caso de la difusión de la voz «tomatl» del náhuatl, conservada desde la península ibérica hasta el oriente del Mediterráneo en la expresión turca del «domates», modificada, no obstante, a medio camino en la designación italiana del «pomodoro», evocando el fruto dorado predominante antes de expandirse el de rojo intenso que comemos hoy. Son los estudios lexicológicos y de geografía lingüística los que permiten identificar las vías de penetración de las palabras; y son las palabras las que acompañan y envuelven la incorporación de los alimentos. Como vestigio, ellas también dan acceso a modos de pensar y sentir pretéritos y se aproximan a trazos de la sensibilidad humana de los que, con otra gramática, nos hablan las imágenes. Uno y otro camino, el de la lingüística y el del arte, permiten abordajes del fenómeno histórico con base en categorías de fuentes bien diversas, abriendo así otras perspectivas de comprensión de la vida de los pueblos.
El objetivo central que se impone Vanessa Quintanar en esta obra es precisamente explorar el valor del arte como fuente para el campo histórico de la alimentación llevada del continente americano a Europa. Es en ese contexto que la autora explicita su filiación con la vertiente de la Historia Cultural y hace suyo el pensamiento de Peter Burke, al atribuir enfáticamente un alto contenido testimonial a la imagen, el cual, no obstante, siempre debe ir comprobado y corroborado con el de los documentos escritos.
El pensamiento que sustenta esta propuesta no es nuevo, desde luego; sus antecedentes llegan hasta la tradición del idealismo alemán y madura metodológicamente en el curso del siglo XX en la vertiente canalizada por Aby Warburg y los estudios de iconografía e iconología, para alcanzar contundentes resultados en el campo de la crítica de fuentes en la última generación, entre otros, en la obra de Francis Haskell y, claro, de Peter Burke.
En ese horizonte teórico y metodológico la autora muestra —a modo de crítica de fuentes para la multitud del material iconográfico que trabaja— cuál es la relación entre las condiciones que envolvieron la llegada e incorporación de los alimentos en Europa y la representación artística que se hizo de ellos. En ese ejercicio, que ocupa buena parte del libro, se verifica una serie de transformaciones que experimentaron los productos antes o simultáneamente con su inclusión en el repertorio culinario europeo. Unas veces son cultivados como plantas ornamentales en las ventanas de las casas, como ocurrió con los pimientos, otras —ya como alimento—, es un bien de ostentación, como el cacao, cuyas representaciones son escasas, pero su presencia sí es verificada en la forma del ceremonial que acompaña el consumo de la bebida del chocolate.
Cibus Indicus nos muestra patatas, calabazas, tomates, pimientos, maíz o pavos representados en obras de arte con los más diversos propósitos y sentidos, unas veces en alegorías, otras en escenas religiosas o mitológicas o expuestos en bodegones. En cada pintura la autora procura reconocer cuál ámbito de la vida pretende representar el objeto, si aparece simplemente como un alimento trivial y modesto o si materializa una idea o un valor simbólico o, en fin, si su presencia responde básicamente a criterios de composición. La tarea consiste en leer el discurso iconográfico y traducirlo a un lenguaje verbal. Son quehaceres arduos que requieren de mucho oficio, vale decir, erudición y sensibilidad, que están generosamente aplicados en esta investigación sobre la producción artística dedicada a los alimentos que viajaron de América a Europa.