Partiendo de la problemática del gobierno a raíz de las reformas borbónicas en los lejanos territorios de ultramar, este libro se ubica en la perspectiva comparada de la administración de justicia y del orden público en las Américas, insertándose en una amplia producción historiográfica sobre el particular. De entrada, reivindica la elección metodológica que consiste en rechazar la valoración del periodo elegido como de transición. Trasciende asimismo los limites temporales de la organización política colonial, al plantear la permanencia del proyecto imperial más allá de las revoluciones de Independencia en el continente, una consideración obvia si consideramos la fecha de independencia más tardía de Cuba. Al proponer una revisión de los conceptos habitualmente manejados por los historiadores de los distintos espacios que conforman la Monarquía Española, especialmente por los estudiosos de las Independencias, el libro privilegia tanto una aproximación en términos de historia política como de historia política, social y del derecho.
Otra característica de interés que se desliga de lo anterior radica en el «desconfinamiento de las historias nacionales» —con base al ocaso o desuso de las «historias patrias»—, destacando finalmente la permeabilidad de las épocas consideradas, del Antiguo Régimen al denominado «orden liberal» o «estatal» definitorio de las jóvenes naciones de América. En este sentido, el libro se adentra en las definiciones históricas del arte de gobernar y del (buen) gobierno en la era moderna. Reconsidera también su trasfondo jurisdiccional, material o simbólico que se combinaría en el siglo XVIII con el pensamiento ilustrado, fundamentalmente fisiocrático, así como con la noción emergente de «buena» policía, vinculada como lo subrayan los coordinadores del libro con el fomento de la riqueza y del comercio. El caso de Cuba resultaría incluso muy llamativo de las relaciones entre «el ideal institucional, el ideal de policía o la utopía administrativa» adelantado para toda la isla (de acuerdo con François Godicheau). Estos resaltan el hecho de que la temprana relación entre policía y comercio, que dio lugar a numerosos debates y publicaciones a partir de la década de 1760 (en Francia o en Inglaterra, pero también en España), no resulta tan sorprendente. Asoma en efecto en las Ordenanzas de Intendentes de 1718 para la península, la primera de intendentes para la Monarquía Española. Este texto convirtió a la «policía» en una de las cuatro «causas» (después de justicia y hacienda) que se incorporarían en las ordenanzas americanas en la década de 1780..
Queda debidamente comprobado que entre 1750 y 1850 el vocablo se empezó a relacionar aún más con la acción de gobernar, en un contexto a la vez bélico y reformista dentro del intento por consolidar en lo institucional los dominios del Rey. De ahí la equivalencia que se estableció entre «leyes de policía» y «buen gobierno» —de acuerdo con el señalamiento de Víctor Tau Anzoátegui—, la consiguiente multiplicación de «bandos de buen gobierno» en América, su configuración en lo local y su inserción en la cultura jurídica propia de la Monarquía, vínculos sociales incluidos. De ahí las hipótesis manejadas en este libro: las transformaciones experimentadas por las maneras de gobernar durante el periodo considerado tendrían que ver con la realidad social y demográfica de un mundo urbano, teniendo en cuenta el hecho de que el derecho indiano se forjó primero, como lo ha puesto de relieve la historiografía americanista, como derecho municipal. La segunda hipótesis tiene que ver con los dispositivos del poder político: la «lógica» que sigue el gobierno de los campos no se ajusta exactamente a las instituciones ideadas y elaboradas «desde arriba». Por lo tanto, son los procesos de elaboración de estos dispositivos in situ y las adaptaciones respecto a las normas de gobierno y justicia vigentes dentro de una misma cultura jurisdiccional, los que importan en este conjunto de estudios centrados en dos espacios, Cuba y el Río de la Plata. Sobre este particular, los autores se alejan de la consabida aplicación doctrinaria de leyes y corpus jurisdiccionales y de la sola actuación en lo institucional de los agentes —del gobierno secular como del gobierno moral y espiritual— de una Monarquía reformista preocupada además por reorganizar la defensa de las fronteras imperiales. Se busca en efecto «romper con una visión monista del gobierno visto como únicamente terrenal», a favor de una visión del gobierno conjunto de las almas y de los cuerpos, en la medida en que la religión perduró como «principio constituyente de la sociedad y de la cultura política» durante el periodo estudiado sin que se pueda hablar de «secularización» de la política. Huelga decir que el análisis del vocabulario permite además diferenciar en el orden conceptual y práctico varios registros de la experiencia (del orden doméstico al orden público, pasando por el orden institucional y jurisdiccional, e incluso territorial).
La elección de estos territorios aparentemente alejados, sin embargo, conectados dentro de la configuración imperial, aunque sin abocarse a las mismas formas políticas, monárquica y luego republicana y tampoco al mismo calendario independentista, se basa además en unas cuantas características propias respecto a la evolución del orden público. Basta con mencionar al respecto unas figuras de justicia y de gobierno local similares (pedáneas), a la vez de «proximidad» y de cercanía de los jueces, y unos espacios rurales en expansión, proveedores de riqueza económica, dicho de otra forma, de productos de alto valor mercantil cuya exportación se beneficia claramente de las ventajas estratégicas de sus litorales. El equilibrio de un sistema caracterizado por el factor distancia (a la metrópoli y, de forma más general, entre la población y sus jueces, como lo señala acertadamente Darío Barriera en el primer capítulo, al recalcar la importancia de la «variable» distancia en el análisis histórico de la justicia) se deriva por lo tanto del reparto de recursos a la vez materiales y simbólicos entre varios cuerpos (municipios, corporaciones, familias etc.) así como del carácter inseparable del gobierno secular y del gobierno espiritual. (véanse los estudios de Miriam Moriconi sobre el espacio paraguayo-platense y sus «agencias eclesiásticas» de 1756 a 1776, y Consolación Fernández Mellén sobre culto y clero en Cuba de 1789 a 1855 y su reorganización). Esta característica aparece a todas luces en las recalificaciones propuestas que tienden a matizar fuertemente el principio de autonomización adelantado en los campos de la religión y de la política, de la justicia, de la economía o de la sociedad.
Para abordar esta noción de orden público que se viene afianzando en la segunda mitad del siglo XVIII y a lo largo del periodo considerado, en un contexto de guerras imperiales y reformas institucionales, pero también de cuestionamiento del poder absoluto, se estudian las experiencias del gobierno local y de la justicia en dos espacios de señalada importancia para la Monarquía. En ambos casos, en el Río en la Plata y en Cuba, se trata de espacios que experimentan un auge comercial y estratégico, codiciados además por los demás imperios (en primer lugar, la Corona inglesa), sin por eso coincidir cronológicamente en el proceso revolucionario de Independencia (1810- 1816 en el Río de la Plata, hasta 1898 para Cuba). Gobernar las relaciones sociales y subsanar sus desórdenes (tema de los vagos) implica en ambos territorios tomar en cuenta intereses como los de las élites, el orden público de los hacendados, los reclamos de los vecinos, junto a la «excepcionalidad ultramarina» (Alina Castellanos Rubio) evidenciada para la justicia decimonónica cubana de Cuba y de sus tenientes gobernadores (vía extraordinaria, comisión militar y militarización de las funciones, los jueces como administradores) que encuentra ecos en la figura de los jueces de paz en la ciudad de Buenos Aires y, de cierta forma, en la «baja justicia» y en el «gobierno de los jueces», con los alcaldes de barrio y otros decuriones de la jurisdicción de Mendoza, en el marco de un «complejo proceso de miniaturización del espacio que acompañó las novedosas necesidades de gobernabilidad» en el periodo revolucionario y posrevolucionario (Eugenia Rosa Ana Molina, Inés Sanjurjo de Driollet). Este proceso contempla, además de la evolución de los denominados reglamentos de policía, la relativa especialización de las funciones y de sus actores (jefaturas políticas, juzgados, policía y comandancias militares). De ahí también la señalada importancia de los «jefes políticos», tal como lo pone de relieve Carolina A. Piazzi en su estudio del departamento «laboratorio» de Rosario en la provincia de Santa Fe (1852-1862), punto de partida de una «primera arquitectura estatal» como lo había sugerido ya Darío Barriera en un trabajo anterior.
Como bien se comprueba a la lectura de los distintos capítulos, la problemática del orden público en unos territorios americanos estratégicos para la Monarquía Española no desapareció con las revoluciones de Independencia, bajo la notable influencia de los constitucionalismos y tampoco a raíz de las consiguientes reconfiguraciones político-administrativas. Ahora bien, el libro no deja de esclarecer las prácticas efectivas y locales, tanto en las ciudades como en el campo, en torno a las ideas de justicia y policía y la aplicación de las mismas en el largo siglo que va de 1760 a 1860, a la par que revisita y llega a matizar incluso la historiografía de la historia de lo político. Más aún, abre nuevas pistas interpretativas, discute sin por eso idealizarla y renueva en buena medida la aproximación en términos conceptuales de un periodo contrastado, aunque clave para comprender la historia política y social de América en el siglo XIX e incluso hasta nuestros días.