Anuario de Estudios Americanos 81 (2)
ISSN-L: 0210-5810, eISSN: 1988-4273
https://doi.org/10.3989/aeamer.2024.2.41

Reseña de / Book Review of: Giraudo, Laura, Rincones dantescos. Enfermedad, etnografía e indigenismo: Oaxaca y Chiapas, 1925-1954, Madrid, Editorial CSIC, 2023, ISBN 978-84-00-11173-1, 351 pp.

 

Siempre resulta interesante enterarse de libros que no se pueden englobar en uno u otro sitio: textos difíciles de encuadrar en un esquema sencillo que los divide en «de historia», de «antropología »; e incluso, de «salud» o de «ciencia» o sobre «indígenas». Esta obra de gran porte, por el contrario, es difícil de encajonar y por ello mismo, muy atractiva para diversos públicos: etnógrafos preocupados por la difícil existencia de las poblaciones indígenas de Chiapas u Oaxaca, pero también, para historiadores que buscan sobre el espesor y las dobles (o triples) capas de las políticas indigenistas. Y a quienes estudian las enfermedades no sólo como expresión biológica sino como una manera de referir a otras tantas cuestiones que les atañen: el origen de los saberes científicos involucrados en el sanar y enfermar; las terapias y sus aplicaciones, y quizás los más importante: cómo las enfermedades construyen a su vez «sujetos» para ayudar, doblegar o controlar; en un continuum a veces difícilmente separable.

El libro es notable por el interés de narrar el pasado no tan lejano de dos de los más pobres estados mexicanos, a través de una enfermedad ciertamente repugnante, porque depende de la introducción de parásitos en el cuerpo que el paciente lleva consigo y de un vector, como las moscas, denigrados por su relación con la suciedad y las basuras. La oncocercosis entra en el foco de la obra no sólo su aparición o historia médica sino por los sentidos sociales de esta patología tan vinculada a la miseria y a las carencias básicas, hasta hoy en día. Y sobre todo, por las representaciones a que dio lugar en estos escenarios donde Dante Alighieri dio entidad literaria al infierno. Los «rincones dantescos» definidos por un médico oaxaqueño en 1927, contrastan con el imaginario de la modernidad, alejado de esas regiones mexicanas. El título podría ser también el guiño de una autora de origen italiano, como referencia idiomática a los últimos escalones de una humanidad sufriente, cuyo único pecado fue haber nacido pobre e indio.

La autora abarca con un fluido discurso cuestiones urticantes, que van de lleno sobre las naciones involucradas en estos entuertos (México y Guatemala); las regiones (Chiapas y Oaxaca, entre las más destacadas) y lo transnacional, dada la circulación de saberes desde y hacia los centros científicos, con la intervención de las agencias más allá de América Latina. Se dibujan así las derivaciones entrecruzadas de la medicina y la antropología: las «razas» indígenas, débiles pero necesarias para el trabajo; los negros, exesclavos y con una sangre potencialmente enferma, y las responsabilidades de determinados conjuntos sociales deprimidos y denostados sobre infecciones y contagios.

El libro se divide en dos secciones: la primera, «Paisajes, diagnósticos y representaciones de la oncocercosis», da cuenta de los derroteros de la enfermedad «descubierta» en 1883 en Costa de Oro y «redescubierta» treinta y dos años después en Guatemala, sobre la cual hubo escasas referencias y aún menos terapias exitosas durante décadas. La enfermedad, producto de gusanos, se trasmite a partir de picaduras de moscos infectados y puede producir graves problemas visuales hasta ceguera total, entre otras afecciones. La patología se diagnosticaba por la presencia de quistes, alojados en la cabeza de los enfermos. Un debate sobre si su origen era alóctono o autóctono permite distinguir el tono racista impregnado en los científicos y la opinión pública. Si se trató de una enfermedad traída de fuera, llegó a través de esclavos venidos de Africa, donde había endemias similares y luego se dispersó por gran parte de la América tropical, instalándose en los cuerpos de los trabajadores del café. La otra postura médica era considerarla como una enfermedad endémica y local, dado que gran cantidad familias de origen maya se contagió en las fincas cafetaleras, que se expandieron junto a la oncocercosis.

Chiapas y Oaxaca representan dos puntos de esa geografía cuyo clima y humedad la hacían tanto exuberante como enferma y asfixiante. El temor a las enfermedades acompañó el bagaje de viajeros, funcionarios y misioneros que intentaron domeñar ese indómito territorio fecundo, peligroso y desconocido para el mundo occidental. En los años postrevolucionarios, fue uno de los ámbitos de aplicación de políticas sanitarias y educativas para retrotraer el atraso y la miseria. El lenguaje paternalista y autoritario de la época se reconoce también en las prácticas de agencias internacionales cuyo afán era transformar a los indígenas en modernos campesinos. El texto explora así los engranajes a nivel macro y micro del panamericanismo, enlazando las propuestas elocuentes de los especialistas extranjeros con la de los indigenistas.

Un apartado merece la mención a medicamentos y terapéuticas, porque en vez de prestar atención al humanitarismo de las aplicaciones, cuestión muy usual en la literatura clásica sobre el progreso de la medicina, la autora incorpora las vicisitudes de los enfermos y la experimentación sin control. Quizás por tratarse de una enfermedad de pobres e indios, no hubo prácticamente ninguna forma eficaz de combatirla, salvo a través de métodos quirúrgicos externos, pero de manera temporal, puesto que los quistes volvían a aparecer frente a nuevos contagios. La ceguera no se podía retrotraer y los enfermos quedaban incapacitados para siempre, aún muy jóvenes. Frente a esta terrible perspectiva, se abrió el camino para probar drogas y prácticas médicas, algunas con efectos muy nocivos e incluso más graves que la misma oncocercosis.

Una pregunta que sobrevuela es el límite ético, porque si la enfermedad fue producto de la expansión de la cafeicultura en sentido estricto, y del capitalismo periférico en uno más amplio, algunos de sus resultados no previstos, pero reales, significaron un nuevo ciclo de degradación: aldeas enteras terminaron con una grave discapacidad visual y ceguera, además de otras patologías tropicales coexistentes (paludismo, uncinariasis y mucha más). A la vez, sobre esa población, supuestamente ignorante y supersticiosa, la medicina occidental impuso cruentas experiencias, justificándolas a partir de la necesidad sanitaria (y del conocimiento).

La segunda parte, «Testimonios: narrativas sobre la oncocercosis», es una inmersión a la documentación utilizada en el mismo libro. Se puede acceder a gran parte de los materiales que otorgan basamento empírico, con una doble intención: que el lector pueda observar el proceso mismo de construcción de las narrativas antropológicas y a la vez, re-utilizar esas herramientas para trabajos futuros. La autora integra multitud de artículos, ponencias, investigaciones e informes de los especialistas, las indagaciones de viajes y misiones sanitarias, correspondencia, diarios y papeles de los investigadores y su impacto en la prensa.

El papel de los médicos es relevante, pero no lo es menos, en este rol de «enfermedad social» de la oncocercosis, el de los etnógrafos y antropólogos preocupados por la salud, y la situación general de los enfermos. Las cartas y documentos de las agencias que debían procurar eliminar la enfermedad dan cuenta de los puntos sobre los cuales volvían los burócratas, y de qué manera los representantes sindicales intentaron presionar para declarar la enfermedad como «profesional », lo cual afectaba a los dueños de las fincas de café, ejerciendo presión sobre el costo laboral. También, sobre los agrios debates entre quienes consideraban la oncocercosis como propia de la esencia indígena o causada por evitar las ventajas higiénicas, frente a quienes reflexionaban sobre la situación general de esta patología unida a otras, en quienes tenían en común tanto la pertenencia étnica como las carencias sociales.

Asoman así nombres y características de científicos y médicos reconocidos tanto de la Dirección General de Sanidad Pública como del Instituto Indigenista Interamericano y tanto de México como de Guatemala y Estados Unidos. También afamados entomólogos, biólogos y antropólogos, muchos de los cuales engrosaron las filas de las misiones y viajes de reconocimiento y estudio. Las posturas de Manuel Gamio o de Gonzalo Aguirre Beltrán, apóstoles del indigenismo están en tensión con la de reconocidos etnógrafos, como Anne Chapman o Isabel Horcasitas, en el proceso de integrar los campesinos a esas nuevas realidades de la modernidad. Y en tales cuestiones, la oncocercosis era un tema para debatir: ya fuera vista bajo el lente prejuicioso de la población afectada, requería una intervención pública comprometida. Es interesante también notar, en este camino de conocimiento, mayor sensibilidad hacia las prácticas médicas de los tzoziles y lacandones, y a sus curanderas y brujos como parte central de estas comunidades enfermas.

Finalmente, Rincones dantescos logra conmover en su narración donde se entrelazan culturas y saberes tan diferentes a los occidentales, pero que siguen siendo de México (y de América Latina). Y trae al presente los nombres y rostros de esos bolsones de miseria, en un entorno idílico: Pedro Illescas, Pantaleón Hernández, Porfirio López, la niña «con fotofobia» y tantos más, todos ellos imágenes y relatos de pérdida y tristeza, de repugnantes moscas, gusanos y suciedad, paradójicamente en espacios donde la naturaleza no hizo más que derrocharse.