Introducción. Extramuros, intramuros
⌅En el Curso de higiene pública de 1885, el médico argentino Eduardo Wilde sugería que la distancia entre la ciudad de Buenos Aires y sus cementerios no debía ser «ni exigua ni exagerada». Sin hacerlo explícito, Wilde volvía sobre la histórica prerrogativa extramuros que regía sobre el emplazamiento de los cementerios urbanos en América colonial desde finales del siglo XVIII. Lo que se ponía en juego en aquella expresión era la problemática relación entre ciudad y muerte, marcada desde décadas atrás por continuos ciclos epidémicos, pero que también estaba condicionada por otro tipo de argumentos de orden moral, o incluso por factores económicos.1
En algún sentido, la historiografía funeraria clásica ha contribuido a formar una idea más bien monolítica de la noción extramuros que nos interesa discutir aquí. Idea que también se ha ido sedimentando como consecuencia de lecturas más bien generalistas que se han ido haciendo de algunas fuentes y bibliografías pioneras. Desde su respetado lugar en la cultura intelectual, así como también desde su acotada perspectiva francófila, el historiador francés Philippe Ariès fue uno de los primeros en abonar la idea de que los cementerios modernos extramuros emergieron en la Francia posrevolucionaria al calor de las interdicciones higienistas de sepultar en iglesias y camposantos urbanos.2
Ariès consolida así un discurso ciertamente hegemónico acerca del traslado extramuros de los cementerios en Francia, pero ofrece también otras variables y matices que nos permiten hacernos una idea más compleja de estos procesos, como mostramos en el ejemplo del intento de traslado de los cementerios parisinos a las afueras de la ciudad. Además, visibiliza una tensión extramuros-intramuros, y por lo tanto contribuye a ampliar la historicidad del asunto, que normalmente se ha circunscrito al continente europeo entre los siglos XVIII y XIX. Aunque no ha sido el único en balizar un registro más amplio del problema. Otros autores clásicos han señalado, por ejemplo, que pueblos griegos del siglo IX a. C. entendían que los muertos debían ser enterrados en las ciudades para que los jóvenes se acostumbraran a la muerte y no le temieran. Aquel tipo de intercambio simbólico entre muertos y vivos resultaba incluso imprescindible al momento de fundar ciudades romanas.5
Cuando los romanos fundaban una ciudad, cavaban un pequeño foso, llamado mundus, y en él los jefes de las tribus que iban a construir esta nueva ciudad depositaban un puñado de tierra del suelo sagrado donde yacían sus mayores.6
En tiempos en que los romanos ya conocían la práctica de la cremación, Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) sentenciaba que «Un muerto no será sepultado ni quemado dentro de la ciudad», y alrededor de doscientos años después, el jurista del Imperio, Julius Paulus Prudentissimus sentenciaba que «no se permite traer un cadáver a la ciudad en caso de que los lugares sagrados de la ciudad estén contaminados. Quien actúa en contra de estas restricciones es castigado con una severidad inusual. No se permite incinerar un cuerpo dentro de las paredes de la ciudad». Lewis Mumford advertía que «lo primero que saludaba al viajero que se acercaba a una ciudad griega o romana era la hilera de sepulturas y tumbas que bordeaba el camino a la ciudad».7
Pero la problemática extramuros-intramuros ha ido más allá de la Antigüedad Clásica pues es sabido que tuvo resonancias en territorios ultramarinos a finales del siglo XVIII cuando la Corona española buscaba imponer el traslado de los cementerios fuera de las ciudades, en todos sus dominios americanos. La recepción y aplicación de aquellas ideas ha sido compleja dado que, en principio, se trataba de geografías, climas, ciudades y sociedades diferentes, e incluso el acceso a los documentos en donde se disponían esas condiciones eran ciertamente limitados.9
Observaremos estas dinámicas de recepción y circulación de ideas en el contexto de la ciudad de Buenos Aires decimonónica, aunque, como hemos anticipado, dicha aproximación nos llevará permanentemente a considerar otras experiencias vecinas, así como también, aunque sea en los discursos de los protagonistas, experiencias europeas e imaginarios de la Antigüedad. Para ello examinaremos documentos municipales, médicos, normativa, proyectos de arquitectura y mapas.
Recepciones en América
⌅La introducción de la noción extramuros en el territorio del Río de la Plata se dio como resonancia relativamente directa de los sucesivos episodios epidémicos que venían ocurriendo en España desde finales del siglo XVIII, aunque este era un problema que azotaba a buena parte de las ciudades europeas, en general. Desde las teorías miasmáticas vigentes, se pensaba a la muerte como un peligroso vector de contagio que debía ser expulsado de la ciudad y, en consecuencia, se procedió a relocalizar los camposantos y cementerios fuera de los cascos urbanos. Una Real Cédula promulgada por Carlos III el 3 de abril de 1787 prohibía los enterramientos en las iglesias de España y ordenaba «restablecer el uso de los cementerios ventilados para sepultar los cadáveres de los fieles» y que «se construyan los cementerios fuera de las poblaciones y a distancia conveniente, en terrenos ventilados y a propósito para absorver [sic] las miasmas pútridas y consumir los cuerpos, evitando las filtraciones de agua del vecindario».13
El primer documento que buscaba controlar los brotes epidémicos y homologar las prevenciones sanitarias en España fue una Real Cédula fechada el 3 de abril de 1787.14
Los fieles por su cercanía e inmediación, cuando concurren a éstas [iglesias], tendrían presente las sepulturas de sus parientes y amigos, y se acordarían de rogar a Dios por ellos; los encomendarían a aquellos santos a cuya honra y nombre son fundadas, para que éstos intercediesen por aquellos que están sepultados en sus cementerios; reflexionarían que así como los sepulcros de los cristianos están más cercanos a las Iglesias, así también la creencia de ellos debe estar más unida a Dios que la de las otras naciones; y así otras consecuencias concernientes al bien espiritual de los muertos y de los vivos.15
Ante el escaso y dilatado alcance de estas primeras medidas Reales, Carlos IV ordenaría dos años más tarde, por Real Cédula del 27 de marzo de 1798, las medidas para erección y localización de cementerios en territorios de ultramar, documento que fue remitido tanto a autoridades civiles como eclesiásticas, aunque los resultados no se materializaron ni fiel ni inmediatamente.16
Otra Real Cédula del 24 de septiembre de 1798 ordenaba el establecimiento de cementerios ventilados fuera del poblado para las ciudades de Salta, Jujuy, San Miguel, Santiago, Catamarca, Córdoba y La Rioja, y antes de 1810 esas ciudades ya contarían con sus propios cementerios extramuros. En Buenos Aires, el cumplimiento de las prescripciones monárquicas se dilató un poco más. En la sesión especial del Cabildo del 6 de septiembre de 1794 Sobre el uso de cementerios fuera de las poblaciones, el Procurador General ratificó su oposición a la construcción de cementerios extramuros. Sus fundamentos eran de naturaleza religiosa, y, podríamos decir anacrónicamente, ambientales, en virtud de que «hallándose esta capital en un terreno llano, a las márgenes de este gran Río de la Plata, es muy ordinaria y fácil la ventilación para que los efluvios se esparzan y no perjudiquen a sus habitantes».17
Estas crónicas dejan ver cierta presencia sostenida de la prerrogativa extramuros como problema permanente en el cambio de siglo, y permiten notar también que los procesos de construcción de cementerios no fueron lineales. Los argumentos del otro lado del Atlántico eran que las ciudades americanas estaban menos pobladas, y que las características meteorológicas, geográficas y topográficas contribuían a la rápida expulsión de cualquier foco infeccioso. Aunque el factor religioso (y en ocasiones económico) de mantener a los muertos cerca de los vivos había sido un importante argumento de resistencia a las imposiciones monárquicas.
Hemos notado al inicio de este trabajo el modo en que la bibliografía estableció la categoría «cementerio moderno» para nombrar a un nuevo objeto arquitectónico extraurbano, separado de las iglesias y surgido de prerrogativas higienistas.18
Si bien el significante extramuros remitía a un propósito en apariencia bastante claro, de aislar de la ciudad, las descripciones de Bails expresaban condiciones ciertamente utilitarias que definían el paisaje urbano de borde. En contextos anglosajones se menciona directamente la imprecisa polaridad town-country, (urbano-rural). La concepción acerca de lo rural en estos proyectos hispanoamericanos tiene más que ver con una intención de marginación geográfica del objeto peligroso, a entornos despoblados, que con una concepción estético-romántica del campo, con su cultura, prácticas y costumbres, tal como ocurría con los Rural Cemeteries norteamericanos que analizó Ariès.25
Llegado a las costas del Río de la Plata como representante de la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando, el arquitecto académico español Tomás Toribio contaba con alguna experiencia en el tema según se puede inferir de su proyecto de Cementerio para un pueblo de cuatro mil vecinos. Según datos censales, la ciudad de Buenos Aires contaba hacia 1780 con 25.000 habitantes, esto nos permite suponer que el proyecto de Toribio apuntaba a fundaciones recientes, o pueblos cuanto menos seis veces menores en población que Buenos Aires.29
Higiene, aportada por un importante espacio verde que conforma el corazón de la necrópolis, la integración de todos los servicios necesarios e indispensables, tanto espirituales como operativos, a efectos de completar el ciclo ritual en el interior del sitio, y de seguridad, a partir de un cierre perimetral y un estricto control de ingresos mediante cinco puertas.30
Similares propósitos se notan en el proyecto tipo del arquitecto Manuel Tolsá para México, cuyo Plano de los cementerios y capillas que pueden establecerse en los extramuros de las poblaciones, que había sido producidos a instancias de la flamante Academia de San Carlos de la Nueva España para ser replicados en nuevos territorios.31
Mientras tanto, en la práctica, la costumbre de enterrar en las iglesias se mantenía, a pesar de la viva discusión. Algunos años después se fue asimilando la prerrogativa monárquica española de crear cementerios públicos en las ciudades americanas, y más tarde, como resultado de los procesos de independencia, los cementerios alcanzaron carácter multiconfesional.33
Mencionamos anteriormente la preocupación de crear cementerios extraurbanos, surgida en la España de finales de siglo XVIII con la intención de replicar aquellas medidas higiénicas en todas las «Provincias del Reyno»:
Pues han sido muchos los Pueblos que, viendo fomentarse rápidamente las enfermedades en su recinto, y no pudiendo dudar que llegarían á causar su total desolación, si no adoptaban como una de las medidas más esenciales la de suspender los enterramientos en las Iglesias, la han abrazado espontáneamente, disponiendo se hiciesen en parages ventilados y distantes de poblado.34
Mientras tanto en España, por Real Decreto del 4 de marzo de 1808 se prohibía el enterramiento en las iglesias madrileñas, acción que dio lugar a la creación del Cementerio General del Norte (1809) y del Sur (1811).35
Similares consideraciones de tipo higienistas se perciben en el discurso del sacerdote montevideano José Manuel Pérez Castellanos (1743-1815), aunque la interpretación de William Rey Ashfield amplía el registro hacia el campo de la sensibilidad estética vinculada a la cuestión funeraria, cuyos antecedentes se remontan, cuanto menos a los hortis romanos, donde se buscaba reunir en un jardín contenido por un recinto a la naturaleza para que proveyera sus perfumes y demás placeres voluptuosos:
Así soy de parecer que el cementerio no sólo debe estar cerrado con paredes firmes y altas, sino que a más de la cruz [...] ha de haber una capilla suficiente para celebrar misa y los oficios fúnebres. Con esto se verificará siempre que los cadáveres estén sepultados cercanos a una Iglesia, pues lo estarán alrededor de la capilla del Cementerio. [...] El camino desde la puerta del Cementerio hasta la de la Capilla, que puede estar enfrente, se podrá decorar con una calle ancha de naranjos, olmos, otros árboles, que a la majestad del sitio, lo realcen con una vista agradable y lo purifiquen con la fragancia, de algunas exhalaciones malignas que puedan levantarse de las sepulturas.36
Además de reconocer la labor pionera de los ingenieros militares en los diseños de cementerios (razón por la cual la apariencia exterior en ocasiones se asimilaba a la de las fortificaciones), Ashfield introduce el factor estético vinculado a la muerte, como construcción cultural de lo voluptuoso relacionado con la muerte, que excede a lo puramente visual y a la racionalidad ilustrada. La idea romántica y purificadora de la naturaleza venía a suprimir o a contrarrestar las emanaciones fétidas que eran tan comunes en las ciudades medievales, y a proporcionar, acaso, una suerte de pacto de convivencia entre esos programas y las ciudades.
A una distancia ni exigua ni exagerada
⌅Entre la literatura específica ha sido muy difundido y conocido el proceso de emergencia del primer cementerio público de Buenos Aires, el del Norte, iniciado en el año 1821 e inaugurado el 17 de noviembre de 1822.37
Pocos años más tarde, una vez que Bernardino Rivadavia pasara a ser Presidente de la Nación, se avanzó sobre la creación de un boulevard para la ciudad de Buenos Aires, que funcionaría como una suerte de cordón sanitario para ordenar y sectorizar sus actividades marginales, «una marca legal que sirve para delimitar aquello que los reglamentos permiten en el interior de la ciudad o fuera de esta, que debe construir una barrera arbolada y visible y que delimite aquello que considera ´la parte interior de la ciudad´ de un ejido con otros usos y funciones».38
El 1 de abril de 1821, poco más de un año antes que el del Norte, se había inaugurado el Cementerio de Disidentes, localizado en un terreno que la Corporación del Cementerio Inglés había adquirido en las adyacencias de la iglesia de Nuestra Señora del Socorro, entre las actuales calles Juncal, Cerrito y Pellegrini. Funcionó hasta el año 1829 en el borde mismo del boulevard de circunvalación que había concebido Rivadavia.39
La preocupación por alejar los cementerios crecía mientras las ciudades se expandían física y demográficamente, y esto ocurría tanto en la ciudad consolidada como en los más recientes poblados. Un decreto provincial de 1858 ordenaba que los cementerios «en los pueblos de campaña se establezcan siempre la distancia de media legua o más fuera de sus suburbios», es decir, poco más de dos kilómetros y medio.40
En septiembre del año 1868 comenzó a regir el primer Reglamento de Cementerios de la ciudad de Buenos Aires. Meses antes de la oficialización del documento, en las Actas del Concejo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires se publicaban algunas críticas sobre el estado del Cementerio de Norte (Figura 4). Mientras el señor Cuenca, uno de los participantes del debate promovía su ampliación, su interlocutor, Tamini juzgaba que:
El cementerio es considerado insalubre en primer término, no debe nunca consentirse en el centro, puede decirse, de la ciudad, como se halla el protestante por buenas que sean las condiciones higiénicas en que se encuentre, tanto por el cuidado que en él se tiene, cuanto por el reducido número de cadáveres que se inhumen y que su continuación en el punto de hoy ocupa, mucho más cercano que el de la Recoleta, es un obstáculo al desarrollo de esa parte de la ciudad como lo es éste, no obstante su mayor distancia [...]. El señor Sánchez Boado [...] añadió que no son varias las cuadras que carecen de empedrado antes de llegar al cementerio, sino una sola, agregando el señor Casares que la falta de vecindario ocasionada por su permanencia, es la causa única de no haberse realizado antes esa mejora.41
En 1885, catorce años después de que la epidemia de fiebre amarilla diezmara la ciudad y transformara las formas rituales42
Wilde introducía una tensión vigente entre el culto por los muertos y las preocupaciones por la higiene urbana, y planteaba como opciones posibles y en orden de conveniencia: la destrucción de los cadáveres por el fuego, la momificación y la inhumación. En el capítulo titulado Distancia, exposición, topografía, calidad del terreno, extensión, muros salas y habitaciones de los cementerios, desarrollaba explicaciones prácticas para aplicar y garantizar la higiene urbana. Respecto de la distancia, aclaraba que «no debe ser ni exigua ni exagerada», poniendo como límite dos kilómetros de proximidad y doce de distanciamiento, aduciendo dificultades de traslado y comunicación más allá de ese límite.44
Un bosque de árboles grandes, donde se detengan las emanaciones [...] un río, un arroyo, es también un buen obstáculo para las infiltraciones y una colina, una eminencia hace el papel de pantalla que detiene los vientos cargados de gases dañosos.46
Del mismo modo, los suelos debían garantizar permeabilidad, evitando sustratos arcillosos (que retardan la putrefacción), como demasiado húmedo, puesto que esto podría favorecer a la circulación subterránea de fluidos contaminados hacia otras zonas. Su descripción era tan exhaustiva que se extendía hasta la ponderación de la calidad eléctrica de la atmósfera, las variaciones según las diferentes estaciones del año, las características químicas del suelo, o incluso la edad, sexo, complexión, profesión y causas de muerte como variantes de aceleración o retardo de los procesos de corrupción de los cuerpos, que, desde luego, buscaba acelerar. Tormentas eléctricas, aires calurosos y húmedos, el grado de exposición al aire, las cales —a diferencia de arcillas, «cílices» [sic], sales y arsénico—, la juventud, las mujeres, «los gordos» —todos debido a la consistencia menos compacta de los tejidos—, las muertes violentas, las enfermedades pútridas, y las pieles menos «íntegras», ofrecían, según sus estudios, menor resistencia a los procesos de descomposición.47
Toda vegetación baja, y de raíces radiales debía suprimirse porque «las plantas tienen por objeto ser útiles a los vivos, contribuyendo á la destrucción de los cadáveres y purificando el suelo y el aire». Prefería árboles de forma cónica, que formen calles que direccionen vientos y permitan el asoleamiento, cuestión que llevaría a desconsiderar plantas e incluso monumentos muy elevados y voluminosos.48
Como resultado de las lecturas del ingeniero Charles de Freycinet (1828-1923), Wilde imaginaba dos modelos ejemplares de cementerios modernos. El de Woking Common en Londres y el de Méry sur Oise, en Paris. El de Londres pertenecía a la empresa privada London Necropolis Company, y había sido fundado en 1858 sobre una planicie elevada en el centro de un valle, ubicado a nueve leguas de la ciudad hacia el sudoeste, con una superficie de ochocientas hectáreas.49
Por todos lados [...] el horizonte de la necrópolis está limitado por una faja de colinas con bosque [...] El aspecto general es grave y dulce. Grupos de árboles verdes, césped, prados floridos, anchas calles sinuosas separan las tumbas y varían el melancólico paisaje.50
El ramal especialmente preparado para tal fin contaba con una estación ad-hoc cerca de Westminster. A causa de estas nuevas formas, incluso varias parroquias comenzaron a comprar terrenos en Woking Common. La alternativa para los «pobres de la city» se encontraba a siete millas de Londres, igualmente conectada por vías del ferrocarril, en la baja selva de Ilfort.51
Should be as near the great mass of the population for which it is intended, as a due regard to their health will permit, in order to lessen the experience of carriage, and shorten the time of the performance of funerals and of visits by the living to the tombs of their friends.
[Debe estar tan cerca de la gran masa de la población a la que está destinado, como lo permita el debido cuidado de su salud, a fin de disminuir la experiencia del transporte y acortar el tiempo de realización de los funerales y de las visitas de los vivos a las tumbas de sus amigos]
El otro cementerio que Wilde citaba era el de Méry sur Oise que había propuesto Haussmann a mediados del siglo XIX. Seguía siendo aún un proyecto inconcluso, pero posible y promisorio en los tiempos en que publicaba su Curso de higiene pública.53
No menos divulgada aunque difusamente estudiada fue la alternativa que se puso en práctica en Buenos Aires en tiempos de fiebre amarilla para trasladar con mayor diligencia los cadáveres al nuevo Enterratorio General del Oeste (Chacarita).54
Intramuros
⌅Pocos años antes de que se publicara el texto de Wilde el primer Intendente de Buenos Aires, Torcuato de Alvear, veía que el Cementerio del Norte era un conjunto monumental y simbólico de gran potencial, aunque aún en estado ruinoso. El status social de sus muertos, y, por consiguiente, de sus tumbas, lo llevaron a proponer un plan de recuperación y reorganización. El mérito de esa gestión fue compartido con su Ministro de Obras Públicas Juan Antonio Buschiazzo, quien ya se encontraba trabajando en el mejoramiento del Enterratorio General del Oeste. La voluntad política de transformación urbana y recuperación territorial por parte de cierta élite no se condecían exactamente con las indicaciones médico-higienistas de localización que Wilde promovía, ni con los prejuicios morales largamente instalados. Afín a los ideales de regularización posrevolucionarios franceses, Alvear inició un proceso de embellecimiento y recuperación de aquel sitio en el cual los deudos habían invertido altas sumas de dinero para la construcción de los mausoleos, forma de sepultura que, por otra parte, iba en contra de las prerrogativas cristianas de sepultura en tierra, y de los médicos higienistas, que promovían, según palabras de Wilde, «la destrucción de los cadáveres por el fuego, la momificación y la inhumación».55
Poco más de cuatro décadas después, en la memoria del Proyecto Orgánico para la Urbanización del Municipio de 1925Proyecto orgánico para la urbanización del municipio. El plano regulador y de reforma de la Capital Federal (1925). Intendencia Municipal, Comisión de Estética Edilicia. Buenos Aires: Talleres Peuser., Jean Claude Forestier explicaba que «los cementerios actuales se hallan enclavados en plena ciudad y, además no tardarán en ser insuficientes». Sin dar mayores explicaciones sobre el destino futuro de los cementerios existentes de la ciudad planteaba que «Habrá que llevarlos, pues, más afuera, y entonces sería el momento de darles, por lo menos, tres veces más capacidad».57
Con el paso de los años, la aplicación de los criterios extramuros fue perdiendo cierta vigencia. En un estudio de la población de Buenos Aires, de 1939, el ingeniero civil Nicolás Besio Moreno proponía categorías históricas para explicar (siguiendo el método clásico de los ciclos y con cierta alusión de progreso) las relaciones entre la ciudad y las epidemias. Sus clasificaciones pasaron de la «exacerbación de la enfermedad» hacia 1852, a la «declinación» desde 1900, el «saneamiento» entre 1914 y 1924 luego, hasta la «desaparición definitiva de las epidemias» a partir de la década de 1930.58
Los resultados de estas ideas de cementerio parque público fueron parcialmente materializados a partir de un proyecto del ingeniero Alfredo Natale. Su sistema de panteones integrales subterráneos para Chacarita, y el Gran Panteón en Flores, entre otros, condensaban ideas que en las dependencias municipales venían circulando desde el cambio de siglo.59
Conclusiones. El lugar de los muertos
⌅Las lecturas e interpretaciones históricas de la cuestión extramuros muestran una amplia diversidad que excede la fórmula antinómica urbano-extraurbano, en donde conviven matices, contradicciones, marchas y contramarchas. Aspectos que indudablemente no alcanzan a ser saldados en este artículo que ha tenido el objetivo de echar luz sobre algunas tensiones posibles, tal vez hasta hoy en día irresueltas. En ese amplio espectro de relecturas han existido factores más o menos homogéneos y transversales a todo Occidente, como es el caso de las polémicas entre Iglesia Católica y Estado, a partir de los intentos de alejar los lugares de la muerte fuera de sus dominios urbanos, disputa que ha ocurrido tanto en territorios europeos como americanos. Sin embargo, aún en el marco de estas condiciones aparentemente comunes han existido diferencias, ya sea en los argumentos como en las respuestas en donde el problema de la circulación de la información (disposiciones), de las interpretaciones y de las propias coyunturas locales, atravesadas a su vez por factores económicos, estéticos, profesiones, y desde luego higiénicos, han dado como resultado una variedad de respuestas y de prácticas, con sus correlatos espaciales. La geografía, la forma urbana, y las características meteorológicas rioplateneses han servido al menos durante un breve lapso como excusa para evitar el traslado de los cementerios fuera de las parroquias de la ciudad durante los primeros años del siglo XIX. Este es un buen ejemplo para reconocer otras formas de recepción, apropiación o cuestionamiento de las indicaciones extramuros en Buenos Aires. En el espacio de esas dinámicas se forman otras imágenes y paisajes materiales y mentales de la ciudad, tanto negativos como positivos: las diversas concepciones y localizaciones que se tenían de los cementerios afectaron la idea del centro en la medida en que buscaban liberarlo de programas insalubres, definieron bordes y periferias, alteraron la percepción de la distancia a partir de otros criterios de medición no tradicionales, y organizaron nuevos nodos urbanos pues, por ejemplo, el plan de monumentalización de los cementerios del Norte y del Oeste llevado a cabo por Alvear y su Ministro de Obras Públicas Buschiazzo durante la década de 1880 buscó transformar y formalizar vastos sectores de la ciudad en un momento de necesaria refundación urbana y social por parte de las élites porteñas que se veían una amenaza en los incipientes movimientos migratorios. Estos episodios contribuyen a relativizar el sentido hegemónico y unívoco del término, y en ese sentido también vuelven discutible la idea de que la expulsión de los cementerios estuvo determinada y condicionada únicamente por factores higiénicos. En el Concejo Municipal, Tamini exhibía una superposición de motivos cuando juzgaba que el cementerio era un obstáculo para el desarrollo material de la ciudad.
Además de los argumentos geográficos y políticos que acabamos de mencionar, existieron otras dimensiones de la cuestión extramuros. En la Buenos Aires colonial, la clásica antinomia urbano-rural mediante la cual podríamos suponer un adentro y un afuera claramente diferenciados, ha resultado compleja desde los primeros tiempos. Por un lado, la codificación de Indias disponía una organización tan inédita como experimental del suelo según la tripartición trama-ejido-campaña, es decir, una disposición ordenada y progresiva de la ciudad con sus afueras. Sin embargo, el modo concreto en que se dio el avance material de la ciudad sobre la extensión pampeana ha tenido una forma más bien irregular. Esta distancia entre la pretendida regularidad indiana y los acontecimientos materiales concretos también contribuyó a delinear una particular concepción local de lo extramuros. En ese sentido, ¿hasta qué punto los proyectos elaborados en la Academia de San Fernando por ingenieros y arquitectos españoles iban a poder hacerse una idea de estos nuevos contextos, o incluso anticiparse o cuanto menos prever resultados inesperados en el desarrollo de la ciudad? Esto nos lleva a tener que leer los procesos de construcción de la ciudad como interacción y tensiones producidas entre los planteos ideal y los procesos locales.
Entre los modelos arquitectónicos de la Academia que en algún modo reproducían el tipo religioso del claustro, o de las capillas, como también la tradición latina del jardín funerario, y los cementerios porteños observamos cierta distancia. En Buenos Aires, en principio, las condiciones económicas habían impedido la construcción ex novo del primer cementerio católico de la ciudad, aunque la apropiación estatal del convento de los monjes recoletos para convertirlo en el que posteriormente se llamaría Cementerio de la Recoleta nos permite reconocer algunas coincidencias, al menos en la forma claustral, y en algunas decisiones compositivas clásicas posteriores. La experiencia en Chacarita había sido diferente, como también lo había sido el contexto y los referentes tipológicos en donde se dio un proceso de distanciamiento entre la idea de camposanto a la de enterratorio general, surgido por otra parte, en condiciones de extrema emergencia epidemiológica, y de tecnicismos promovidos por las corporaciones médicas, quienes tenían una enorme injerencia en el accionar de la ciudad. En el transcurso de los casi cincuenta años que separaron la primera inauguración de sendos cementerios, la noción de distancia y del afuera ha ido cambiando. A juzgar por los planos de mediados del siglo XIX, la separación entre Recoleta y la trama urbana podría resultar a nuestros ojos exiguos, y tanto mayor la distancia entre Chacarita y el borde material que los planos de finales del siglo exhiben. Distancia que se volvía relativa a la luz de la existencia del nuevo ramal del Ferrocarril Oeste, que transformó la percepción del tiempo y del espacio, salvando mayores distancias en menor tiempo. Con esto se preservaba en algún sentido, incluso discutible, la ritualidad (en una acepción más bien utilitarista) a la que Wilde aspiraba cuando se refería a lo «exagerado».
Aquel distanciamiento ni exiguo ni exagerado que buscaba Wilde, entre dos y doce kilómetros, daba cuenta de un clima de transición y transigencia entre la norma higienista más inflexible y las posibilidades y sentimientos ante la muerte; entre el mandato incuestionable de las ciencias y las condiciones morales que imponía la muerte. Circulaban otras referencias funerarias vinculadas a la geografía urbana (la naturaleza, en la versión de arroyos, o fuelles de árboles que mencionaba Wilde, instrumento purificador omnipresente en el universo funerario desde la Antigüedad Clásica), e incluso a la anatomía de los difuntos, aunque incorporaba, a su vez, diversos métodos de cálculo surgidos de datos estadísticos de la población de cada ciudad. No hay que perder de vista el alto grado de validación e influencia que las ciencias biológicas tenían sobre otros campos de saberes hacia finales del siglo XIX, así como la formación individual del propio Wilde, lector de referentes extranjeros como Monlau y Freycinet.
De cualquier forma, cuando Buschiazzo proyectó el nuevo Cementerio de la Chacarita hacia la década de 1880 lo pensó como una institución perdurable, de gran escala, y capaz de expandirse con el paso del tiempo. Buschiazzo era consciente tanto como Wilde de que en poco tiempo la ciudad avanzaría sobre el Cementerio. Pero esto ocurría en un clima de mayor distensión en donde lentamente irían cambiando las concepciones de contagio, y poco tiempo después entrarían en desuso las teorías miasmáticas. Pero la reivindicación de los cementerios al interior de la ciudad que se activaba a finales del siglo XIX ocurría no solo porque las nuevas teorías biológicas lo permitían, sino que también fue posible gracias a un progresivo proceso de ordenamiento racional, institucional y normativo de la cuestión funeraria urbana, y, sobre todo, como una reacción política para defender a las élites porteñas de las incipientes amenazas inmigratorias.
Sin haberse saldado completamente estas tensiones morales, técnicas, teóricas, materiales, simbólicas, higienistas, entre cementerios y ciudad, que parecen ser más bien variables más o menos permanentes, el siglo XX nos dejó algunas experiencias de posible conciliación, cuando se llevaron a la práctica antiguas ideas de cementerio parque público desde la década de 1930. Conciliación o tregua lograda a fuerza de diluir la imagen de lo funerario, de reconvertir la muerte en clave moderna, alejándola de los patrones estilísticos clásicos o historicistas. En algún sentido, tanto esa estrategia como la otra, la de valoración monumentalista que se ha ido promoviendo en otros cementerios como Recoleta, ha permitido que Buenos Aires mantenga hasta el día de hoy sus tres cementerios públicos. No sin tensiones, o alegatos a favor o en contra, la mayoría de las veces reeditados, o en todo caso apoyados en imaginarios históricos, la distancia material y simbólica entre Buenos Aires y sus cementerios ha sido y sigue siendo problemática.
A la luz de los discursos más hegemónicos locales, resulta innegable cierta actitud generalizada hacia los cementerios entendidos como objetos inhibidores del progreso urbano y social. Aunque es importante mencionar otras operaciones de reivindicación civil de ciertos muertos ilustres, como emblemas de una patria en pleno proceso formativo, tal el caso de la apoteosis intramuros del Cementerio del Norte durante la gestión del Intendente Alvear.
La estigmatización de los cementerios como objetos peligrosos mermaba en la medida en que transcurrían las primeras décadas del siglo XX. Los proyectos e ideas en torno a la solicitud municipal de crear cementerios parque públicos simbolizaron la permanencia de los tres cementerios porteños al interior de la ciudad. Se respaldaban en la naturaleza como figura funeraria clásica, y como dispositivo moderno capaz de garantizar la salud urbana. La capacidad de las sepulturas, y las representaciones estéticas (y morales) se convirtieron en el principal problema público, mientras perdían peso los clásicos paradigmas higienistas. Pero ya sabemos que la historia no es necesariamente lineal ni evolutiva; la cercanía o lejanía entre ciudad y cementerios sigue siendo hasta el día de hoy un interrogante vigente, similar al que se hacían hace poco más de dos siglos, aunque atravesado por otros temas y problemas, actores, y escenarios: ¿cuál es el lugar que le hacemos a nuestros muertos?