Introducción
⌅Durante el último tercio del siglo XVIII, las autoridades borbónicas adoptaron un conjunto de medidas tendientes a limitar los mecanismos de amortización eclesiástica y desalentar la acumulación de bienes en «manos muertas»1
Los años finales de la centuria no solo se condicen con una legislación crecientemente restrictiva en materia de amortización eclesiástica, sino que se corresponden —por lo menos en las principales regiones del imperio— con una progresiva disminución en el número y cuantía de las nuevas fundaciones.2
Ahora bien, la coyuntura descrita plantea una serie de interrogantes no menores: ¿cómo explicar esta tardía vitalidad del régimen capellánico en Buenos Aires a fines del período colonial?, ¿qué impacto tuvo —si es que lo tuvo— el discurso desamortizador, así como las medidas restrictivas impuestas por la Corona en los años finales de la centuria?, ¿de qué forma reaccionaron los miembros de la élite ante este clima de reformas y en qué medida estas alteraron las estrategias familiares, los mecanismos de espiritualización y el vínculo con las principales instituciones eclesiásticas? En este artículo, abordamos estos interrogantes a partir de una breve reconstrucción de la ideología desamortizadora de origen peninsular, de algunas de sus implicancias jurídicas y de su recepción e impacto en el Río de la Plata a fines del período colonial. Asimismo, procuramos analizar las prácticas de amortización o espiritualización implementadas por la élite porteña en este contexto de reformas.
Si bien existen algunas investigaciones con respecto a las capellanías y al proceso desamortizador en el Río de la Plata tardocolonial, la mayoría de estos trabajos se ha centrado en los aspectos económico-crediticios o bien jurídico-institucionales.5
Aunque Eduardo Saguier atribuye el récord de fundaciones al «boom mercantil» que experimenta la ciudad en la segunda mitad de la centuria, consideramos que la prosperidad económica de la sociedad rioplatense tardocolonial no alcanza por sí sola para explicar la creciente imposición de capellanías a fines del siglo XVIII.7
Por otro lado, el mero aumento en el número de fundaciones nada nos dice sobre las transformaciones en las pautas y mecanismos de espiritualización adoptadas en las décadas finales de la centuria. Por ejemplo, la tendencia a fundar patronatos legos en lugar de capellanías eclesiásticas, así como el progresivo desplazamiento de las órdenes regulares —que hasta entonces habían sido las principales beneficiarias del sistema de capellanías— en favor del cada vez más influyente clero secular. Las modificaciones en las pautas de espiritualización que se evidencian en las décadas finales del siglo dan cuenta de un proceso de renegociación del vínculo entre Iglesia y élite. A su vez, estas transformaciones se enmarcan en un contexto de reforma mucho más amplio, signado por el avance de la ideología desamortizadora y la creciente influencia de las ideas ilustradas, así como la crisis de las órdenes religiosas y del modelo barroco de piedad.
Propiedad eclesiástica y crítica ilustrada: legislación y discurso desamortizador en tiempos de Carlos III y Carlos IV
⌅Subsiste cierta controversia en torno a los motivos que condujeron a la Corona a la sanción de la legislación desamortizadora de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. La explicación tradicional, que hacía de este un episodio más del enconado conflicto entre «Estado» e «Iglesia», ha ido perdiendo fuerza —sobre todo a partir de la década de 1970— en favor de una interpretación más bien coyuntural, ligada a la crisis de deuda y las necesidades financieras de la Real Hacienda.8
En tanto que algunos investigadores insisten en la motivación puramente fiscalista, otros enmarcan el proceso desamortizador dentro de un contexto más amplio, que incluye el avance del pensamiento ilustrado en la península, la creciente influencia de los postulados fisiocráticos y el desarrollo de una nueva noción de propiedad concordante con los nacientes preceptos liberales.9
Ahora bien, la mayoría de las investigaciones se ha centrado en las medidas desamortizadoras aplicadas en el marco de las llamadas «revoluciones liberales» de comienzos del siglo XIX.11
En rigor, las primeras tentativas desamortizadoras en territorio peninsular se enmarcan en los proyectos de reforma agraria de la década de 1760. Imbuidos de la nueva doctrina fisiocrática, los funcionarios ilustrados de Carlos III identificaban a la explotación agrícola como la principal fuente de riqueza y apuntaban a la reforma del régimen de propiedad como respuesta frente a la secular «decadencia» que arrastraba el reino. Desde esta perspectiva, la acumulación de bienes en «manos muertas» no solo sustraía a las propiedades del «libre comercio» —privando al monarca de los tributos y exacciones que gravaban a las ventas— sino que coartaba el «interés individual», fomentando el deterioro y abandono de las fincas. Tal era la postura del conde de Floridablanca, quien afirmaba que no había «tierras, casas, ni bienes raíces más abandonados y destruidos que los de capellanías y otras fundaciones perpetuas, con perjuicio imponderable del Estado».12
Sin embargo, la propiedad eclesiástica no constituía el objeto principal de los planes de reforma agraria esbozados durante el reinado de Carlos III, como los de Olavide o Jovellanos. En lugar de concentrarse en las tierras de la Iglesia, los funcionarios borbónicos apuntaban sobre todo a los bienes concejiles y a las numerosas vinculaciones y mayorazgos. Como señala Tomás y Valiente, «la decidida actitud desamortizadora en relación con los bienes municipales no se vio acompañada de una misma línea de conducta respecto a los bienes eclesiásticos».13
Aunque se cuidaron de no promover la enajenación de la propiedad eclesiástica ya existente, los funcionarios ilustrados de Carlos III procuraron introducir ciertas medidas tendientes a limitar las nuevas amortizaciones, restringiendo así la acumulación de bienes raíces en «manos muertas». En 1764, Francisco Carrasco, fiscal del Consejo de Hacienda, justificaba la prohibición de las nuevas adquisiciones en los siguientes términos:
[el rey] no permitirá que se toquen los bienes que poseen [las iglesias y monasterios], ni aún para el más leve tributo, mientras falte el asenso pontificio […]. Dejará libres los caminos a la piedad y la devoción de los fieles para que continúen sus oblaciones y limosnas, y la mantendrá [a la Iglesia] inviolada la natural libertad para todas las adquisiciones sucesivas de los demás bienes, pero en los que fueren raíces se detendrá su circunspección. En estos solos por lo que con su traspaso a manos muertas pierden los pueblos y se debilita el Estado, es en lo que el fiscal de Hacienda representó al rey que se pusiese límite.14
Las palabras de Carrasco no solo traslucen los crecientes reparos que despertaba la acumulación de bienes inmuebles en poder de la Iglesia, sino también las hondas implicancias que acarreaba la nueva teoría regalista, que atribuía al monarca la facultad de limitar o impedir la espiritualización de bienes profanos o terrenales. Precisamente, este era el punto sobre el que descansaba la argumentación de otro de los ministros de Carlos III, el fiscal del Consejo Real, Pedro Rodríguez de Campomanes. En su Tratado de la regalía de amortización (1765), Campomanes reivindicaba la potestad privativa del monarca en materia de «negocios temporales» y defendía la libre circulación de los bienes raíces como condición indispensable para la consecución de la «felicidad y prosperidad de la república». Paralelamente, el fiscal advertía sobre los efectos perniciosos que podía acarrear la excesiva acumulación de bienes en «manos muertas»: «es cosa cierta que, de no atajarse estas ilimitadas traslaciones, vendrían universalmente a recaer en las manos muertas los bienes raíces del Estado, transformando la constitución de él, que de civil se volvería eclesiástico».15
A la reivindicación de la potestad regia sobre las tradicionales prerrogativas eclesiásticas y a las consideraciones de índole económica se sumaba un argumento no menor en favor del proceso de desamortización: la consolidación de un nuevo concepto de propiedad. Los crecientes reparos con respecto a los tradicionales mecanismos de vinculación y amortización daban cuenta precisamente de la progresiva transición desde el viejo régimen de propiedad de origen feudal hacia una concepción más acorde con los nuevos preceptos ilustrados. Para los funcionarios borbónicos, los niveles superpuestos de propiedad (por ejemplo, la división entre dominio útil y dominio directo) —que hundían sus raíces en las complejidades jurídicas del régimen señorial— debían ser reemplazados por un derecho único, libre e individual de propiedad, que facilitara la circulación y traspaso de los bienes inmuebles.
Sin embargo, más allá de las intenciones expresadas en numerosos memoriales y proyectos, las limitaciones a los mecanismos de vinculación y amortización impuestas durante el reinado de Carlos III fueron más bien modestas.16
No obstante, las mayores restricciones a los mecanismos de amortización o vinculación comenzarían a aplicarse recién durante el reinado de Carlos IV. Pocos meses después de su ascenso al trono —en mayo de 1789— el monarca libró una real cédula por medio de la cual prohibía la fundación de nuevos mayorazgos y la consecuente vinculación de bienes raíces, a menos que se contase para esto con una expresa licencia real. Al fundamentar su resolución, Carlos IV esgrimía argumentos muy similares a los empleados por los promotores de la fallida ley de amortización de 1766:
Teniendo presentes los males que dimanan de la facilidad que ha habido en vincular toda clase de bienes perpetuamente, abusando de la permision de las leyes, y fomentando la ociosidad y soberbia de los poseedores de pequeños vínculos ó patronatos […], he resuelto, que desde ahora en adelante no se puedan fundar mayorazgos […], ni prohibir perpetuamente la enagenacion de bienes raices ó estables por medios directos ó indirectos, sin preceder licencia mia o de los Reyes mis sucesores […]; y si el todo ó la mayor parte de los bienes consiste en raices, lo que se deberá moderar, disponiendo, que las dotaciones perpetuas se hagan principalmente sobre efectos de rédito fixo […] de modo que quede libre la circulación de bienes estables, para evitar su pérdida o deterioración.21
Como deja entrever la real cédula, uno de los principales motivos para restringir la fundación de nuevos mayorazgos tenía que ver precisamente con la intención de limitar las vinculaciones y así favorecer la libre circulación de los bienes raíces. Ese mismo criterio podía caber también a las amortizaciones de carácter eclesiástico y en particular a la fundación de capellanías, tal como se desprende del espíritu de la propia ley. Precisamente, en 1796, Carlos IV sancionó una nueva resolución por medio de la cual aclaraba que las limitaciones impuestas en el anterior decreto comprendían también a las capellanías y fundaciones piadosas:
A fin de evitar dudas en la inteligencia de la cláusula del decreto de 28 de abril de 1789, que dice ni prohibir perpetuamente la enagenacion de bienes raices ó estables por medios directos o indirectos; declaro se deben entender comprehendidas en ellas las Capellanías, y qualesquiera otras fundaciones perpetuas, sin que se puedan hacer, no precediendo licencia mía a consulta de la Cámara.22
Un año antes, en agosto de 1795, el monarca había dictado otra real cédula que establecía un gravamen del 15 % sobre los bienes raíces o derechos reales adquiridos por las «manos muertas», incluidos los bienes con que se fundaran capellanías eclesiásticas o laicales. Aunque la medida era parte de un conjunto más amplio de disposiciones destinadas a paliar la grave crisis financiera que afectaba a la monarquía, constituía también un capítulo más de las crecientes limitaciones impuestas por la Corona a la propiedad eclesiástica y a los procesos de amortización. Los argumentos del monarca descansaban nuevamente en los graves perjuicios derivados de la enajenación perpetua de los bienes dotales y su sustracción al libre comercio. De acuerdo con la propia normativa, el gravamen debía ser entendido como «un corto resarcimiento de la pérdida de los Reales derechos en las ventas ó permutas que dexan de hacerse por tales adquisiciones, y como una pequeña recompensa del perjuicio que padece el público en la cesación del comercio de los bienes que paran en este destino».23
Tan solo un año más tarde, el monarca hacía extensiva esta resolución a sus dominios americanos, donde también se padecía ese mismo perjuicio por las «freqüentes fundaciones de Casas Religiosas, Colegios y otras obras pias».24
Ahora bien, el agravamiento de la crisis fiscal contribuyó definitivamente a disipar las dudas y cautelas de la burocracia ilustrada y aceleró el curso del proyecto desamortizador, que entró en una fase decisiva a fines del siglo XVIII. En septiembre de 1798, Carlos IV libró tres reales decretos por medio de los cuales procuraba dotar de caudales a la recientemente creada Caja de Amortización, institución destinada a la extinción de los envilecidos vales reales. Además de echar mano del patrimonio subsistente de las temporalidades jesuíticas, el rey dispuso la enajenación a beneficio de la Caja de «todos los bienes raíces pertenecientes a hospitales, hospicios, casas de misericordia, de reclusión y de expósitos, cofradías, memorias, obras pías y patronatos de legos».25
A pesar de la considerable cuantía de los bienes desamortizados, estos no alcanzaban a aplacar las urgencias financieras de la Corona, que no daba abasto para hacer frente a los crecientes costos de la guerra. Por este motivo, en diciembre de 1804, Carlos IV resolvió hacer extensivo el proceso desamortizador a sus territorios americanos. En esta oportunidad, el monarca apeló a las «ventajas» que aquella medida le había reportado a sus vasallos peninsulares y al deseo de extender estos beneficios a sus súbditos americanos:
Aunque por entonces no fue mi Real intención extender esta provisión a los Dominios de América, habiendo acreditado la experiencia en los de España su utilidad y ventajosos efectos, tanto para las mismas Obras pías, que libres de las contingencias, dilaciones y riesgos de su administración, han conseguido el más fácil cumplimiento de sus fundaciones, como para el bien general de la Monarquía y utilidad de mis vasallos […]; he resuelto por todas estas razones, y las del particular cuidado y aprecio que me merecen los de América, hacerlos participantes de iguales beneficios, a cuyo fin mando que desde luego se proceda en todos aquellos Dominios a la enagenación y venta de los bienes raices pertenecientes á Obras pias, de qualquiera clase y condición que sean.26
Resulta sorprendente que esta real cédula —a diferencia de la de 1798— en ningún momento hiciera referencia a las «urgencias» financieras que atravesaba la Real Hacienda, sino tan solo a los supuestos beneficios que depararía esta medida a los vasallos americanos. Más allá de estas declaraciones, tanto la orden real como el extenso y minucioso instructivo que la acompañaba se dirigían explícitamente a garantizar la transferencia de recursos de las obras pías en favor de la Caja de Amortización. En los hechos, la real cédula suponía un grave perjuicio para las economías locales, que debían soportar una nueva sangría de metálico en beneficio de la metrópoli. Como señala Gisela Von Wobeser, «mediante estas medidas, la Corona española transfirió una parte importante de su deuda a sus colonias americanas».27
Sin embargo, el impacto de la política desamortizadora fue muy dispar entre los diferentes rincones del imperio. Mientras que en Nueva España las directivas de la Corona se aplicaron con particular celeridad y rigor, otros territorios más marginales o menos controlados por la metrópoli lograron sortear mejor las exigencias del monarca. Como veremos, el resultado final del proceso desamortizador —que se vio interrumpido luego de la invasión napoleónica— dependió en buena medida del peso relativo de la propiedad eclesiástica en cada región y de la capacidad de negociación de los funcionarios y las élites locales.
La amortización eclesiástica en tiempos de reformas: capellanías y patrimonios en el Buenos Aires tardo-colonial
⌅En agosto de 1775, el cabildo de Buenos Aires suscribió un extenso memorial tendiente a la reforma de las órdenes religiosas de la ciudad. El contexto no podía ser más propicio. En 1769 —cuando aún se encontraba fresca en la memoria la expulsión de la Compañía de Jesús—, Carlos III dispuso la realización de una «visita general de reforma de las órdenes regulares», que apuntaba a estrechar el control de la Corona sobre la vida interna de las órdenes y sobre el funcionamiento de las provincias religiosas en América. Paralelamente, el monarca había sancionado el llamado «Tomo Regio», una Real Cédula por medio de la cual disponía la celebración de concilios provinciales en las diferentes arquidiócesis del Nuevo Mundo, con el objetivo de implementar un amplio programa de reforma y fortalecimiento de la disciplina eclesiástica en los territorios indianos.28
Como señala Jaime Peire, la propuesta elevada por el cabildo retomaba varios de los puntos contenidos en el plan de reforma elaborado por Campomanes para todo el territorio americano, pero también acogía algunas inquietudes específicas de los vecinos de Buenos Aires, en especial aquellas relacionadas con la creciente injerencia de las órdenes en la vida económica de la ciudad.29
Sin embargo, uno de los puntos más controvertidos del memorial radicaba en la acumulación de censos y capellanías en poder de los regulares. Como señala María Elena Barral, en el Río de la Plata colonial las órdenes religiosas no contaban con grandes extensiones de tierras ni otros bienes rurales.31
Que pudiendose decir que con dificultad se hallará finca en la ciudad que no sea tributaria del censo impuesto en ella, ya sea a favor de los regulares, o del convento de monjas; Siendo esto en manifiesto perxuicio del publico se prohiva en adelante se puedan hacer semexantes impociciones. Y que se mande que las dotes de las religiosas haian de volver precissamente al tronco de sus familias luego que haia fallecido la monja, para cuia sustentacion se estableció, quitandose de esta suerte el inconveniente de no hacer tributaria con el tiempo toda la ciudad a estos combentos […], prohiviendose igualmente el que no se permita por modo alguno imponer censos irredimibles en las casas, asi porque estos están prohividas por Bulas Apostholicas, como porque arruinan las familias que se ven siempre pensionadas a no poder redimir sus censos y conforme a esto se declaren nulos los que huviere puestos irredimibles conforme a las demas deciciones apostholicas.32
Resulta sorprendente la similitud entre la propuesta del cabildo y la fallida ley de amortización defendida por los fiscales Carrasco y Campomanes. Tanto los funcionarios de la Corona como los capitulares porteños apelaban a los perjuicios que irrogaba la amortización eclesiástica, al mismo tiempo que recelaban de la creciente acumulación de bienes en «manos muertas». Pero la coincidencia en los argumentos no necesariamente implicaba una coincidencia de intereses. En todo caso, esta sugestiva convergencia revela que el cabildo de la ciudad estaba muy al tanto de las discusiones que tenían lugar en la península y procuraba sacar partido de los proyectos reformistas impulsados por la nueva burocracia ilustrada.
Como llevamos dicho, las motivaciones de una y otra parte eran de índole muy diversa. La Corona aspiraba a limitar la amortización eclesiástica para dinamizar el libre comercio de los bienes raíces y potenciar así el cobro de las alcabalas y otros gravámenes. Por su parte, la élite porteña —que durante años había sabido forjar una estrecha relación con las órdenes religiosas— procuraba renegociar su vínculo con el clero regular, sacudiéndose de encima el peso de los censos capellánicos que gravaban sus casas y fincas.33
Sin embargo, la mayoría de esos «clérigos pobres» a los que se refería el cabildo no eran sino los hijos o descendientes de la propia élite local. En los hechos, los capitulares pretendían recuperar cierto control sobre esa considerable masa de recursos que sus antecesores habían legado a las órdenes religiosas. Más que por una genuina adhesión al ideario ilustrado o por una sincera vocación desamortizadora, el accionar del cabildo se encontraba dictado por los intereses particulares de las principales familias de la ciudad, que procuraban incorporar a sus hijos a las filas del influyente clero secular. Sugestivamente, los capitulares deploraban los censos en poder de las órdenes religiosas y de los conventos femeninos, al tiempo que guardaban silencio sobre las capellanías laicales o patronatos de legos, fundadas en favor de sus hijos o sobrinos.
Las maniobras del cuerpo municipal formaban parte de una profunda reconfiguración de los vínculos entre Iglesia y élite, que —como señalan Di Stefano y Peire— se correspondía con una progresiva transferencia de recursos desde el clero regular hacia el secular.35
El incremento en el número de fundaciones durante las décadas finales del siglo XVIII se corresponde, a su vez, con una creciente consolidación y expansión del clero privado o patrimonial.38
Sin embargo, la estrategia desplegada por las familias de la élite y por el clero privado —que apuntaba a maximizar las ordenaciones a costa del menor capital posible— se contradecía abiertamente con las intenciones e intereses de los obispos del período tardocolonial, que abogaban por fortalecer la estructura parroquial y la autoridad episcopal, en detrimento de la independencia y autonomía de la que gozaban tradicionalmente los clérigos particulares. A comienzos de la década 1780, el obispo Malvar y Pinto se había negado a autorizar nuevas ordenaciones a título de patrimonio o capellanía, con la intención de forzar a los aspirantes al clero a postularse para los curatos menos atractivos de la campaña, que corrían el riesgo de quedar vacantes.41
La disputa por las ordenaciones alcanzaría su punto más álgido en 1791, cuando el nuevo obispo, Manuel de Azamor y Ramírez, intentó elevar el capital necesario para fundar capellanías colativas o de órdenes43
Sin embargo, las exigencias de Azamor atentaban contra el interés de las principales familias porteñas, que aspiraban a incorporar a sus hijos a las filas del influyente clero secular, aunque comprometiendo el menor capital posible y sin resignar la tradicional autonomía jurídica y patrimonial de la que gozaban las fundaciones laicales o patronatos de legos. En este contexto, la «inaudita novedad» introducida por el obispo generó la pronta reacción del síndico procurador del cabildo, quien —a la sazón— era nada menos que Manuel Antonio Warnes, el mismo que —como alcalde de primer voto— había instigado el mentado memorial de 1775.
En su escrito, Warnes recurría a los mismos argumentos de corte regalista que había expresado quince años antes y solicitaba la intervención del virrey para que —en su carácter de vice-patrono— revirtiese la disposición del prelado. Además, afirmaba que las innovaciones introducidas por el obispo Azamor contravenían la «pacífica e inmemorial» costumbre de ordenar a los «hijos del país» con patrimonios y capellanías laicales de 2.000 pesos. Según sus palabras, aquella congrua había sido fijada ya en 1621 por el obispo Fray Pedro de Carranza, manteniéndose inalterada hasta entonces. De acuerdo con el síndico, el aumento del «principal» a 4000 pesos —como pretendía Azamor— privaría del estado clerical a «muchos mozos muy hábiles», o bien supondría para sus familias una excesiva carga económica.
Por otro lado, Warnes afirmaba que las innovaciones introducidas por el obispo producirían un pernicioso aumento en el número y cuantía de los capitales amortizados, con los consecuentes perjuicios al público y al Real Erario. Según el síndico, esta medida no solo perjudicaba a los vecinos de la ciudad, sino que atentaba contra el bien público e iba en detrimento de los intereses y prerrogativas del monarca:
Si esta disposición se pudiese hacer […] vendrían a ser quantas casas, fincas, haciendas y posesiones hubiese en esta ciudad y jurisdicción de la Iglesia con el transcurso del tiempo que no se pudiesen enagenar, y enriquecida de esta suerte se haría dueña absoluta de todas ellas, todo el mundo dependería de la misma Iglesia, el Rey se privaría de sus derechos y de el lexitimo dominio que tiene en todos los bienes de sus vasallos en la América. De modo que vendrían a ser los señores obispos, y en las vacantes los prebendados dueños absolutos de los bienes de los vasallos legos.48
Como puede apreciarse, la crítica contra la amortización eclesiástica y la acumulación de bienes en «manos muertas» ocupaba el centro de la argumentación del cabildo. Al igual que habían hecho ya en 1775, los capitulares agitaban el fantasma de una sociedad consumida y extenuada bajo el peso del capital eclesiástico:
Si no se ataja con tiempo el progreso de una providencia que se dirige no menos que a hacer dueña a la Iglesia de quantas fincas y posesiones hayga en esta ciudad, y su jurisdiccion, llegaría el caso de que todo el mundo dependiese de la misma Iglesia, se aniquilaría el estado, y el Rey nuestro Señor seria muy perjudicado en los reales derechos de alcabala y otros, y las familias en el derecho de retracto.49
Los recelos con respecto a la propiedad eclesiástica se combinaban con una encendida e interesada defensa de las regalías del monarca. En otro pasaje de su informe, el síndico sostenía que la Iglesia no podía alegar dominio alguno sobre los bienes legados por sus fieles, dado que este le correspondía únicamente «a S.M. en fuerza de su soberanía y de el derecho de conquista, por el cual ninguno otro lo tiene en las tierras de las Indias ni lo puede tener sin su real permiso».50
Detrás del discurso regalista —que procuraba atraer el favor de los funcionarios regios— se vislumbra la defensa de los intereses económicos y relacionales de la propia élite porteña. La amortización eclesiástica era resistida por los capitulares, dado que esta amenazaba a largo plazo la integridad de los patrimonios familiares. Sin embargo, al mismo tiempo que criticaban la espiritualización de bienes temporales, los miembros de la élite seguían fundando nuevas capellanías con el propósito de asegurar el ingreso de sus hijos o sobrinos al estado clerical. Una de las estrategias empleadas por las familias porteñas para aligerar esta pesada carga consistía —como proponía el propio Warnes— en fundar capellanías o patrimonios laicales, vigentes únicamente durante el período de vida del beneficiario o por un tiempo limitado.51
Por otro lado, algunos fundadores introducían cláusulas específicas mediante las que obligaban a los capellanes a renunciar a este beneficio en caso de acceder a otra renta u oficio eclesiástico. Por ejemplo, Andrés y Manuel Conde —quienes fundaron una capellanía de 4000 pesos de principal en favor de uno de sus sobrinos— dispusieron que, en caso de que este consiguiera otro beneficio o congrua suficiente, debía hacer renuncia de la misma en favor de sus hermanos o de cualquier otro descendiente con ánimo de ordenarse.53
En este contexto, puede comprenderse la férrea resistencia del cabildo ante la reforma promovida por el obispo Azamor, quien apuntaba a desalentar y entorpecer las ordenaciones a título de capellanía o patrimonio. En efecto, a fines de 1791 el cuerpo se pronunció en conformidad a la solicitud del síndico Warnes y resolvió recurrir al virrey para que restituyese las cosas «al ser y estado que tenían antes de que Su Señoría Ilustrísima hiciese esta innovación».54
Una vez fallecido el prelado, el provisor vicario del obispado restituyó la acostumbrada congrua de 2.000 pesos y autorizó la colación canónica de estos beneficios. El resultado inmediato de esta medida fue una verdadera explosión de ordenaciones y fundaciones de capellanías y patrimonios laicales durante el dilatado período de sede vacante, que se extendió hasta la llegada del nuevo obispo, Benito Lué y Riega, en 1803. Tan solo en un año —1799— se registraron trece fundaciones ante el juzgado de capellanías y obras pías del obispado de Buenos Aires; más que todas las que Azamor y Ramírez había autorizado durante sus ocho años al frente de la diócesis.56
Una obediencia negociada: las élites de Buenos Aires ante el proceso desamortizador
⌅La ideología desamortizadora —que en una primera etapa había sido invocada por el cabildo en su disputa con el prelado y las órdenes regulares de la ciudad— terminaría por cristalizar en los años finales del período colonial en una serie de medidas que apuntaban, además, a paliar las urgentes necesidades financieras de la Corona. La profundización de este proceso habría de colisionar con los intereses de la élite local, concitando la resistencia de los principales vecinos de la ciudad. En efecto, recién en 1805 se hizo efectiva en el Río de la Plata la real cédula sancionada en septiembre de 1796, en la que se imponía un gravamen del 15 % sobre la fundación de capellanías y el traspaso de bienes a «manos muertas». Ese mismo año, un nutrido grupo de vecinos conformado por 24 fundadores de capellanías apeló ante el virrey, solicitando que se los eximiese del impuesto que gravaba la fundación de obras pías.57
En su vista, el fiscal en lo civil y Real Hacienda solicitó que las instancias presentadas por los vecinos fueran canalizadas en expedientes diferentes, por fundarse cada una de ellas en motivos diversos. Sin embargo, las razones esgrimidas por los peticionantes pueden resumirse en tres argumentos principales. En primer lugar, los fundadores de capellanías afirmaban que no habían tenido noticia del gravamen al momento de realizar la imposición y que no habían sido advertidos oportunamente por los escribanos intervinientes. Por ejemplo, Ángel Sánchez Picado, apoderado del presbítero Antonio Domingo de Zapiola, afirmaba que «hemos ignorado hasta la fecha que las fundaciones de esta calidad estuviesen ligadas a tales pensiones de contribución» y que «si huvieramos llegado a comprender estos indispensables requisitos […] jamas se hubiera pensado ni aun soñado la fundación de la tal capellanía lega».58
Por otro lado, aquellos que habían fundado capellanías laicales o de carácter temporal alegaban no estar comprendidos dentro de la normativa, que afectaba únicamente a los bienes espiritualizados o adquiridos por «manos muertas». Dado que la real cédula fundaba las pretensiones del monarca en el perjuicio que generaría la amortización a perpetuidad de los bienes dotales, los fundadores de patrimonios o capellanías laicales buscaban probar que estos no habían salido de su dominio y que la amortización en cuestión no tenía un carácter perpetuo. La viuda y la hija del boticario Francisco Salvio Marull, por ejemplo, alegaban que el principal de 2000 pesos correspondiente a la capellanía fundada por este en 1800 no había sido espiritualizado ni quedado «in perpetuam fuera del comercio humano».60
Más compleja era la situación de los fundadores de capellanías eclesiásticas o perpetuas, quienes no podían alegar en su favor el carácter lego, temporal o profano de la institución. Sin embargo, quedaba un argumento más en favor de quienes procuraban resistir la aplicación del gravamen. Según estos, la imposición debía recaer en la «mano muerta» y no en el fundador de la capellanía. Por ejemplo, Juliana Zeballos interpretaba que debía ser el capellán, quien —como «mano muerta que disfruta este beneficio»— debía contribuir con el gravamen.62
Sin embargo, estas últimas alternativas también entrañaban serias dificultades para los clérigos ordenados en virtud de estas fundaciones. Como señalaba Fermín Navarro —quien había instituido una capellanía en favor de su hijo Julián—, en caso de efectuarse la deducción sobre el principal acensuado, el beneficio habría de quedar incongruo, dado que el capital descendería por debajo de los 2000 pesos requeridos para la ordenación. Llegado este caso —argumentaba Navarro— «se disminuye la congrua del ordenado, lo qual de ningun modo se trasluce ser conforme á la voluntad del Rey, que seguramente no há pensando dejar incongruo al Eclesiastico».66
Si bien desconocemos la resolución definitiva de estos pedidos de eximición67
Aunque la instrucción sancionada por el monarca ordenaba que no se aceptasen quejas ni recursos de ninguna índole, estos no tardarían en aparecer. Un escrito sin fecha ni firmas, presentado en representación del «vecindario de Buenos Aires», fue remitido al cabildo en los primeros meses de 1806. En el mismo, se expresaba «el perjuicio, la ruina y desolación» que traería a los vecinos la aplicación de la mentada real cédula y se solicitaba la intervención del síndico procurador para que tomara a su cargo el asunto.
Aunque se cuidaron de no contrariar los designios del monarca, los autores del escrito se ampararon en una vieja tradición hispánica, que hacía de la obediencia un proceso activo de negociación y que ponía en juego tanto las directivas emanadas por la Corona como también la posibilidad y voluntad de cumplimiento por parte de los actores locales. En palabras de los peticionantes, las leyes debían ajustarse a las «circunstancias de los vasallos» y a las particulares condiciones del país. En torno a este último punto y a la imposibilidad de dar cumplimiento a la medida se sustentaba toda la argumentación de los vecinos:
En esta América, casi no se da casa alguna desde la menor a la mayor, que no esté sujeta a ciertas pensiones de Capellanías, Censos, Patrimonios, y Obras pías, que de diferentes modos se han establecido sobre ellas, y permanecen después de muchos siglos que han corrido […]. En este conjunto de cosas están comprendidas las Viudas, los menores, y otras varias personas que les es moralmente imposible hacer oblación, y entrega de los capitales […], y si estos se han de deducir, y entregar en la Real Caja de Amortización, es indudable que para verificarse el soberano mandato, se hace indispensable la enajenación o venta de todas las casas de esta Ciudad, porque las unas por mucho, y las otras por poco están gravadas y pensionadas como se ha dicho a ciertos capitales.69
De acuerdo con los peticionantes, no había forma de dar cumplimiento a la real orden sin que esto implicase la ruina total de la ciudad. Asimismo, en otro pasaje del escrito, se dejaba entrever un cierto malestar por las crecientes exacciones y donativos requeridos por la Corona, en un contexto de guerra que —además— hacía particularmente difícil el comercio y atentaba contra la prosperidad de la ciudad:
Hasta aquí sellaron los labios los Moradores de Buenos Aires a pesar de haberse impuesto en distintos tiempos varios derechos que han estado y están contribuyendo gustosos, no obstante de sus escaseces, pues las continuas guerras en que se hallan de mucho tiempo a esta parte, han contribuido eficazmente a la ruina de los pudientes, y a la peor constitución de los que no lo eran.70
Aunque el cabildo no se pronunció en ningún momento con respecto a esta representación, sabemos que el cuerpo tampoco se mostró particularmente solícito frente a los requerimientos del virrey, quien procuraba acelerar el trámite del expediente para dar cumplimiento a las perentorias exigencias recibidas desde Madrid. En dos oportunidades diferentes, Sobremonte debió reconvenir a los alcaldes ordinarios para que compelieran a los notarios de la ciudad a entregar las copias de las escrituras de capellanías y obras pías que paraban en sus archivos.71
Por otro lado, también las órdenes religiosas se mostraban renuentes o recelosas con respecto al proceso desamortizador. En septiembre de 1806, el comendador del convento de la Merced consultó a la comunidad sobre lo que convenía hacer con los caudales redimidos de una obra pía que redituaba en favor de la redención de cautivos cristianos.72
Ahora bien, como resultado de las dilaciones y de las turbulencias experimentadas por la región durante los últimos años de la década de 1800, el proceso desamortizador arrojó apenas resultados muy modestos en el Río de la Plata. Hasta la suspensión del proceso —dispuesta por la Junta Suprema de Sevilla en enero de 1809— los bienes desamortizados correspondientes al obispado de Buenos Aires sumaron un caudal de poco más de 46.000 pesos. Por otro lado, el capital recaudado por la Caja de Amortización en todo el Virreinato del Río de la Plata —que ascendía a 374.361 pesos, provenientes en su mayoría del Alto Perú— nunca fue remitido a la península.73
Consideraciones finales
⌅Los procesos de amortización formaban parte de un complejo entramado económico-espiritual que permitía la transmutación de bienes profanos o terrenales en bienes y gracias celestiales. Por medio de estos mecanismos, las posesiones particulares podían ser espiritualizadas y segregadas del comercio humano, pasando a formar parte del patrimonio perpetuo de la Iglesia.74
Los vínculos económico-espirituales sobre los que se asentaban los procesos de amortización comenzaron a entrar en crisis hacia fines del siglo XVIII. Paralelamente, los funcionarios de la Corona —influidos por las ideas ilustradas y fisiocráticas y presionados por la acuciante crisis financiera de la monarquía— comenzaron a promover diferentes medidas destinadas a limitar o desalentar los mecanismos de espiritualización y vinculación de bienes raíces. Los altos costos de la guerra y las crecientes turbulencias económicas que caracterizaron el reinado de Carlos IV contribuyeron a acelerar las tendencias desamortizadoras, que cristalizarían en las reales cédulas de 1798 y 1804. La radicalidad de estas medidas solo puede comprenderse a partir de la conjunción de dos factores: una tendencia de largo plazo adversa a la amortización eclesiástica y una situación económico-financiera particularmente crítica para el Real Erario.
La compleja y ambivalente posición de la élite porteña frente a las tendencias desamortizadoras promovidas desde la península permite definir el delicado juego de intereses dentro del cual debían moverse los vecinos de la ciudad. En un primer momento, los postulados regalistas y las críticas hacia las «manos muertas» fueron empleados por el cabildo como un argumento central en su disputa con las órdenes religiosas de la ciudad. Años más tarde, la corporación municipal volvió a recurrir a estos postulados para contrarrestar las disposiciones del nuevo obispo, argumentando que estas tendían a un mayor grado de amortización. La élite capitular coincidía con la Corona en su intención de limitar la espiritualización y enajenación perpetua de los bienes temporales, ya que veía en ello un riesgo de largo plazo para la integridad y conservación de los patrimonios familiares. Sin embargo, las familias porteñas seguían recurriendo a las capellanías y fundaciones pías como la forma más propicia para garantizar la incorporación de sus hijos y parientes al estado clerical.
Los crecientes recelos con respecto al peso de la propiedad eclesiástica y a la injerencia de las órdenes religiosas en la vida económica de la ciudad se corresponden, a su vez, con una profunda transformación en las estrategias de espiritualización adoptadas hacia fines del siglo XVIII. La fundación de patronatos de legos y patrimonios laicales —en lugar de las tradicionales capellanías eclesiásticas—, así como el intento por limitar la vigencia de las fundaciones y minimizar la cuantía del capital amortizado, da cuenta de la renegociación del vínculo entre Iglesia y élite. Aunque las principales familias porteñas seguían aspirando a incorporar a sus hijos o descendientes a la carrera eclesiástica, procuraban comprometer en esta empresa el menor capital posible, así como retener en sus manos la administración de los bienes dotales. La opción por el clero secular en lugar del regular y la preferencia por las fundaciones laicales en lugar de las eclesiásticas se corresponde no solo con una progresiva patrimonialización y privatización del clero local, sino con una actitud crecientemente recelosa con respecto a la injerencia económica de las instituciones eclesiásticas y al impacto potencialmente nocivo que las prácticas de espiritualización podían tener sobre el patrimonio familiar.
En términos generales, la élite de Buenos Aires coincidía con los funcionarios ilustrados de fines del siglo XVIII en sus críticas a la amortización eclesiástica y a la acumulación de bienes en «manos muertas». El cabildo de la ciudad incluso se había mostrado favorable ante las tentativas desamortizadoras esbozadas en esos años, siempre y cuando estas afectasen únicamente a las «manos muertas» y no a las «manos vivas». En este punto, no fueron las pretensiones desamortizadoras, sino el espíritu recaudatorio y las duras condiciones impuestas por las reales cédulas de 1796 y 1804, lo que despertó la resistencia y oposición de los vecinos de Buenos Aires, tal como puede apreciarse en la representación elevada al cabildo en 1806. Las inusitadas exigencias impuestas por la Consolidación de Vales Reales se sumaban a las crecientes exacciones y donativos exigidos por la Corona en el marco de las gravosas guerras libradas contra Francia e Inglaterra durante las décadas de 1790 y 1800, respectivamente. En este contexto, la desamortización eclesiástica tensaba aún más las deterioradas relaciones entre el monarca y sus vasallos americanos, al tiempo que profundizaba la crisis de un sistema económico-espiritual hondamente enraizado en las estructuras jurídico-religiosas del ya debilitado Antiguo Régimen.